Día 133. Everything in its right place
Cuando niño, admirar a alguien significaba saber todo sobre él o ella: su fecha y lugar de nacimiento, sus pasatiempos, el nombre de sus familiares y hasta de sus mascotas. También implicaba la obligación de juntar todas las imágenes que pudiera, desde distintos ángulos y escenarios, y ubicar todas las revistas, programas y videos en que saliera. Fue así como me hice de una colección de tarjetas de futbol americano que según yo con el paso del tiempo incrementarían su valor.
En la actualidad, además de a Natalie Portman, admiro a dos bandas inglesas: Radiohead y Muse. Pero ya no soy seguidor de nadie. De hecho soy todo lo contrario a cualquier fan y soy más bien un anti-fan: no sé cuántos discos tienen en su haber, ni si fueron editados sólo en Japón o Inglaterra; desconozco todos los lados B y ni siquiera me sé la letra completa de muchas de mis canciones preferidas. Es más, sólo tengo un disco original pues nunca he tenido el suficiente dinero junto como para comprar los Box set por todos los discos que no pude comprar desde que comencé a escuchar a ambos.
Pero, a pesar de todo, nunca dejé de soñar con el momento de escucharlos en vivo y, sobre todo, no he dejado de seguir el mandato del OK Computer: despertar cada mañana pensando en que se es mejor conforme pasa el tiempo.
Independientemente de que no sepa mucho sobre ellos, Radiohead acompaña mi soundtrack de vida y nunca me vi impedido de vibrar con el clímax de Paranoid android ni hacer de Karma police mi religión, por la justicia divina que lleva implícita desde su nombre. No perdí nunca la esperanza de poder corear en vivo No surprises o bailar con las guitarras de There there, la única rolita que me gustó del Hail to the thief.
Así, ayer, luego de haber jurado que jamás volvería a comprar un boleto de entrada general, lloré de emoción mientras sentía la vibración de las notas en el Foro Sol y convertía mi propia cabeza en una radio musical.
Y es que no nada más fue la perfecta ecualización que sólo los buenos músicos aplican tras la prueba de sonido, fueron todos ellos. Por primera vez en mi vida sentí cada una de sus ejecuciones:
Desde anoche reconocí la influencia de los bailes y movimientos de cabeza de Thom Yorke en mi modo de sentir la música, así como el poder de sus vocalizaciones en mi corazón; me proyecté plenamente en la actitud de Jonny Greenwood cuando abrazaba su guitarra mientras llegaba el momento inminente para hacerla cantar como si él y ella fueran uno solo; no pude evitar identificarme con la constante actitud de Colin Greenwood para comandar desde su bajo la entrada a tiempo de cada canción junto con las perfectas síncopas de Phil Selway; y, por supuesto, no dejé de acompañar los singulares coros ni de asombrarme por el porte del señor Ed O'Brien jugando con sus múltiples pedaleras mientras Yorke hacía brillar una hermosa guitarra acústica.
No sé nada más de ellos, sólo sé que por primera vez sentí un concierto sin otra culpable que la propia música y la atmósfera que son capaces de crear. El mejor de mi vida "by far", como dirían algunos.
Y justo como terminaron ellos, así quedé yo: sonando y vibrando con "todo en su lugar", Everything in its right place.