viernes, junio 26, 2009

Día 136. Locura

Un loco enamorado sería capaz de hacer fuegos artificiales
con el sol, la luna y las estrellas para recuperar a su amada.
Goethe

La tormenta trataba de hacernos suyos, como si intentara poner a prueba esa locura que habías confabulado y que la vida se había encargado de hacer realidad.

Era la primera vez juntos en un viaje de más de sesenta minutos y fuera de la ciudad. Las horas nocturnas perdidas y la tensión de los últimos días nos tenían a los dos como una especie de recién conocidos en busca de la aventura. Ninguno sabíamos lo que nos esperaba; acaso lo soñábamos y lo deseábamos intensamente.

Mientras cantabas Niña bonita en el estéreo del auto, no imaginaba que más tarde te cargaría sobre mi espalda para librar a tus pies desnudos del lodo del lugar en que nos "parqueamos", como tú dirías. Tampoco sabía que habría una vieja dulcería con tu nombre, en el centro de la ciudad. Mucho menos llegué a pensar que saldría nuestra foto publicada en el diario del día o del fin de semana próximo.

Quizá lo único que intuía, mientras sorteaba las corrientes de agua multicolores en la autopista, era tu rostro de emoción al ver salir al tipo que nos llevaba hasta allá en plena mitad de semana laboral.

Pero no tenía idea de ese momento en que tuvimos que esperar dentro del auto a que escampara, a un lado del auditorio, ni de la escena de emoción de probarse las playeras oficiales para tener otro recuerdo más del memorable día.

Reconozco mi falta. Habría lamentado muchísimo no haber estado allí cuando el hombre de la voz rasposa hiciera humedecer tus ojos en cuanto comenzara a cantar algo que yo repetía en la cabeza mientras conducía: “mi vida, fuimos a volar”...

Pero lo que jamás me hubiera podido perdonar a mí mismo, que obviamente desconocía camino al concierto, es no haber estado presente para tomar la fotografía que con sólo mirarla ahora me matas:

"Me muero. Estoy temblando todavía", decías mientras subíamos las escaleras (o las gradas, como les llamas).

La magia de la oscuridad y las luces estroboscópicas habían terminado ya. Las torres de amplificadores se habían silenciado y sólo quedaba un hueco en el oído. Éramos los últimos de aquel lugar.

Primero fueron las ganas de reivindicarme ante ti las que me llevaron a apostarme hasta el proscenio con una sola cosa en mente: llevarme algo de allí para ti a como diera lugar. Luego fueron los recuerdos de estos meses y el amor de siglos quienes me obligaron a permanecer y suplicar a los “pretorianos”, como los llamó aquel hombre de los rulos alocados y la guitarra con el toro dibujado, que me dieran algo para ti.

Fue así como volví(mos) victorioso(s) de la "Ciudad de los Ángeles". No sólo por la lista de canciones que todos los músicos siguieron, incluido el hombre misterioso y "trabado" que por fortuna se alivió al cantar los tangos, sino porque hay una experiencia digna de pasar a la siguiente generación. Y sobre todo porque recuperé gracias a ti y a él la locura perdida años ha.

Pero eso, por supuesto, no lo sabía antes ni cuando apenas viajábamos para allá y la lluvia nos ponía a prueba.