Para mí --en posts anteriores sabrán por qué-- el año nuevo comienza desde el 30 de diciembre. Y ése fue el último día que me permití estar mal. Así que la mañana del 31 tomé el auto, la última herencia material de mi padre, y huí rumbo al oeste por la libre.
Tienda de campaña, bolsa de dormir y un poco de dinero servirían para llegar hasta Paracho y después, de regreso, conocer aunque sea de lejitos el Paricutín. Llegar hasta lo más alto hubiera costado cerca de 500 pesos por un viaje a caballo para mí y un guía que tendría que haber contratado, así que no tuve más que llegar hasta donde la iglesia enterrada por lava volcánica.
Es raro, después de manejar por unas horas solo en la carretera se comienza a hablar al aire y a cantar y a pensar en cientos de cosas. Pero también tiene sus virtudes: puede uno detenerse donde y cuanto tiempo le plazca para contemplar los paisajes y tomar una fotografía, o recibir sin empacho los besos lanzados por las guapas michoacanas que viajan delante.
(Fin de la versión reducida, si no le importa que atente contra la esencia de los sintéticos 'posts' tenga la amabilidad de continuar leyendo)
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También, los miradores carreteros se sienten diferentes. En
Mil cumbres, por ejemplo, con cientos de curvas, árboles y
caminos desgajados, paré a hacer una escala técnica. De repente, como banda sonora de alguna película, el sonido de una tambora brotó entre la quietud de aquel camino escasamente transitado:
Caminos de Michoacán tocaban.
La primera noche dormí en un hotelito del centro de Uruapan. Vaya lugar más tétrico: paredes descascaradas, marcos de cuadro sin cuadro que en realidad enmarcaban la pared, humedad... todo por 100 pesos, incluido el estacionamiento que había que desocupar a las nueve de la mañana del otro día.
Por la tarde, los de fuera nos encontrabámos en los mismos cafés buscando el que abriera más tiempo. Pero fue inútil, todo el centro se fue cerrando. Sólo una iglesia permanecía abierta. Allí estuve observando a los visitantes, se notaba que hacían escala previo a la fiesta y no paraban sus plegarias. Una madre incluso orientaba a su hijo cómo rezar: "pide por tu mamá, para que tenga paciencia contigo y mucho trabajo para ganar mucho dinero". De ahí, nos corrieron. Luego, a vagar y dormir, o al menos intentarlo con ese ambiente lúgubre del cuarto.
Temprano al siguiente día salí para Angahuan, seguro el pueblo más cercano al Parícutin (como dijo Eduardo --el niño guía-- que le llamaban a la zona antes de que naciera el volcán). Es uno de esos pueblos donde la gente no vive más que con lo necesario pero feliz, según parece. No hay pavimento más allá de la entrada. El camino es a la antigua: a caballo o a pie, o ya de plano con el "pudiente" que tenga una camioneta.
Lo primero que saltó a la vista, después de dos que tres dormidos en donde el alcohol les ganó, fueron los altavoces distribuidos por todo el pueblo, con mensajes que nunca entendí pues todo allí es purépecha (salvo el intercambio comercial con los de fuera).
Por primera vez me sentí extranjero en mi propio país, pero, particularmente me sentí miserable por lo difícil que debe ser para los indígenas cuando los excluimos, directa o indirectamente, con nuestras costumbres occidentales, sobre todo con nuestro impuesto español.
Nadie creía que fuera solo, según me explicaba Eduardo cuando le pregunté qué se decían entre él y sus compañeros de trabajo que nos topábamos enfrente.
-- ¿Y tu papá?, ¿por qué no vino?-- me dijo después.
-- Murió hace seis años.
-- ¿Y tu novia?
Enmudecí.
Eduardo tiene apenas 11 años, va en quinto de primaria y le gustan las matemáticas pues así aprende a hacer cuentas, dice. Es el más pequeño de su familia pero con todo un don de palabra que se envidia. Me habló de sus danzas, de sus cantos, de los gringos tacaños... fue mi amigo por un día.
No hay señal de teléfono celular y si tienes la ocurrencia de preguntar por tarjetas para los teléfonos públicos que hay en el centro recibirás un fuerte concierto de risas pues ninguno sirve desde hace tiempo.
Acampar solo tampoco es muy conveniente, menos cuando oscurece pronto, no hay mucho qué hacer y cuando se es el único acampando por allí. De no haber sido por la guitarra que apenas y pude comprar en Paracho, no sé qué hubiera hecho por tanto tiempo. ¡Desde la primaria no iba a dormir tan temprano!
Finalmente aquello sirvió para pensar... mucho. Lo cual hace extrañar y decir: "¿por qué vine a padecer todo esto?", cuando a media noche (después me enteraría) entra una masa de aire polar que se siente hasta los huesos y mueve la tienda y se escucha al viento y se siente miedo, mucho miedo. Pero al otro día, despiertas libre y seguro, porque has vencido a tu mente y sus oscuros pensamientos; entonces emprendes el camino de regreso más confiado y hasta te enamoras de una guapa policía turística en Morelia; y nuevamente manejas y cantas y hablas solo, pero con una enorme sonrisa y con el alma apreciando el calor de hogar, ese que habías perdido y te obligó a huir y que cuando despiertas con el calor de tu cama, lo anterior resulta un aventurero sueño.